Una red de vías públicas por las que podrían transitar los modernos trenes de los Ferrocarriles Estatales de Chile se ha convertido en más que motivo de legítima queja y comprensible nostalgia, y es ahora un problema urgente.
Por Oscar Galindo V y Jorge Iván Vergara (El Mostrador)
HAVANA TIMES – “Como la estación del tren, mi vida está poblada de despedidas”, escribió Pablo de Rokha en su Canto del Macho Anciano [“Song of the old man”], uno de los poemas sobre la vejez más extraordinarios en lengua española. Hoy, las estaciones de tren de Chile ya no nos recuerdan esas despedidas, porque simplemente ya no están.
Su conmoción poética ha sido sustituida por el ruido de los autobuses y camiones que pueblan nuestra geografía. Sobre todo, camiones que con no poca agresividad, tienen el poder de mover el país o dejarlo paralizado por semanas. Solo unos pocos camiones estacionados de lado en la carretera pueden obligar a todo un país a someterse y convertirlo en una franja de asfalto larga, estrecha y abarrotada.
Han existido diferentes hipótesis sobre el desmantelamiento del Sistema Ferroviario del Estado bajo la dictadura de Pinochet, y la falta de reconstrucción bajo la democracia. Los pocos intentos de reactivarlo terminaron en frustración, a pesar de una importante inyección de recursos. Peor aún, las aclaraciones realizadas hasta ahora han sido del todo insuficientes, como las del expresidente Lagos, un maestro en la materia. Parece que ha faltado la tan mencionada “voluntad política”, pero nunca ha quedado claro de quién o por qué.
Lo cierto es que la falta de servicio de trenes duele profundamente y parece extraño. Es un medio de transporte que se adapta muy bien a nuestra geografía y que ha experimentado avances revolucionarios en todo el mundo, transformándolo en un medio de transporte menos contaminante, más rápido, más cómodo y más seguro que el camión o el autobús. En un sistema bien pensado, estos últimos vehículos suelen cumplir un papel complementario.
Este mediocre estado actual del sistema ferroviario chileno contrasta con su brillante pasado. Podemos examinar dos grandes dimensiones de la memoria con respecto a esto: memorias históricas y poéticas. En el caso de los primeros, cabe recordar que los trenes fueron considerados uno de los inventos más revolucionarios de la era moderna, no solo en Chile sino en todo el mundo.
En 1857, Karl Marx afirmó que la fábrica de locomotoras inglesa Robert Stephenson & Co., la primera de su tipo, haría palidecer al mismísimo Vulcano, dios del fuego y la forja del hierro. De esa manera, dio a entender, las tecnologías prodigiosas del presente superaron a las fuerzas míticas del pasado. Pero Marx no se olvidó de agregar que este poder nunca fue atribuido a los trabajadores ferroviarios escoceses dolorosamente explotados, a quienes se les obligaba a trabajar 14, 18 y 20 horas seguidas. Tres de ellos, que fueron juzgados por un fatal y masivo accidente producto del agotamiento, dijeron al juez que “eran hombres comunes, no cíclopes”. [Karlos Marx, Das Kapital Vol. 1, Ch 8.3].
En Chile durante la segunda mitad del 19el siglo, la construcción del ferrocarril fue considerada la máxima expresión de progreso. La escritora Vicuña MacKenna lo comparó con el “camino rápido que está recorriendo la especie humana”. El viaducto de Malleco fue la “obra más atrevida y hermosa de los ferrocarriles chilenos”, según el ingeniero Santiago Marín. En efecto, esta extraordinaria obra constituyó -en palabras de José Miguel Varela, abogado, militar y testigo de la época- “una proeza de la ingeniería y de los trabajadores chilenos, pues las cerca de 1.500 toneladas de piezas encajadas hasta el último milímetro.” [G. Parvex, A veteran of three wars, p. 347].
Cuando Balmaceda inauguró el viaducto el 26 de octubre de 1890, poco antes del inicio de la Guerra Civil chilena, no se olvidó de mencionar a los mapuches. Subrayó: “Con este ferrocarril, y con la iniciativa del gobierno, llevamos a la población y capital de la región sur, el templo donde se aprenderán los valores morales, se recibirá la idea de Dios, la escuela donde se desarrollará la noción se enseña la ciudadanía y el trabajo, y las instituciones normales en cuya sombra crece la industria”. [from Chilean newspaper El Colono, 10/27/1890, quoted by Jorge Pinto in the article “To die on the border”, p 128]. A partir de ahí, la escuela y el progreso constituirían los dos pilares del progreso del sur de Chile y de las relaciones del gobierno con los nativos mapuches, a quienes Balmaceda llamó «amigos».
Una extensa lista de grandes escritores y poetas modernos han escrito obras relacionadas con los trenes. Han sido escenario de intensos thrillers, como el de Graham Greene. Tren de Estambul (1934); Agatha Christie´s Asesinato en el Orient Express (1934); o Patricia Highsmith Extraños en un tren (1950), todos los cuales también se convirtieron en películas. Y en esta lista necesariamente incompleta no debe faltar la mención del inolvidable tren de Miguel Ángel Asturias’ El Señor Presidente o el cuento kafkiano del autor mexicano Juan José Arreola “El guardagujas”.
Muchos escritores chilenos también han escrito sobre el ferrocarril y los trenes. Permean muchos de los poemas de Pablo Neruda, desde los trenes de su infancia que aparecen una y otra vez, hasta el tren iniciático permanente: “Voy con el tren, aprendiendo la tierra / hacia donde me llama el mar”. Jorge Tellier, otro magnífico poeta de los trenes, resumió su pasión por los ferrocarriles en su libro de poesía. Los trenes de la noche [“The night trains”]. Tanto Violeta como Nicanor Parra hablaron de trenes. En «The Instant Train Project», este último escribió satíricamente sobre un tren durante tanto tiempo que su locomotora estaba en Puerto Montt y su último vagón en Santiago, de modo que solo había que poner un pie en él y había llegado al instante.
Esa genealogía de la memoria poética sobre los ferrocarriles en Chile alcanzó una de sus máximas expresiones con José Ángel Cuevas, poeta contemporáneo. En «La destrucción de los ferrocarriles estatales, plantas y materiales.”, escribió Cuevas: “¿Por qué destruyeron los Ferrocarriles del Estado / cuando los alimentaba la electricidad nacional / y 20 vagones llenos corrían sobre sus rieles como estrellas en la noche? …
Era Chile que pasaba por delante de sus ventanas abiertas / y ya no pasa.
Uno podría pensar que un dictador que murmuró en una entrevista –como nos recordó el poeta valdiviano Jorge Torres– “Odio los poemas. Ni los leo, ni los escribo, ni los escucho, ni nada”, encontró la forma de acabar con la poesía destruyendo también los trenes. También es útil recordar que el peor decano asignado a la Universidad de Chile, José Luis Federici, cuyas acciones encontraron el rechazo de casi toda la comunidad universitaria, fue uno de los máximos responsables del desmantelamiento de los Ferrocarriles del Estado, en un cruce entre Fobia cultural y ferroviaria.
Ciertamente, recuperar los trenes no es sólo un problema de la poesía o de nuestro patrimonio nacional. Es también un problema democrático, de sostenibilidad y de eficiencia, así como una cuestión estratégica. Una red de vías públicas por las que podrían transitar modernos trenes del Sistema Ferroviario del Estado ya no es sólo motivo de legítima queja y comprensible nostalgia. Se ha convertido en un problema urgente, que no admite nuevas postergaciones de su solución. Chile no puede seguir siendo una Penélope moderna, esperando un tren que nunca llega.
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